viernes, 29 de agosto de 2014




estrepitosa marcha al caminar de mis ojos 
hacia el engañoso convencimiento 
de que un día, de repente, todo cambia.
Enrabietados, para siempre pendientes 
hurgando en su propia herida.


La otra noche, mis manos que perdonan 
sostenían tus mejillas dolorosas, 
que suplicaban a la lentitud de un instante, 
y no las besé, no pude besarlas.

Hubiéramos querido detener el tiempo.


No eran mis dedos que calmaban
tus lágrimas de nácar regalado.
No eran tus ojos que lloraban elegantes
ofrecidos en ceremonia
a la última buena voluntad.


Era, de nuevo, el daño que no nos corresponde.