sábado, 22 de noviembre de 2014




éramos felices, severamente felices 
y yo sostenía tus mejillas dolorosas 
con la delicadeza de toda mi virginidad.
La angosta calle tiernamente adoquinada 
en la que todavía no yacía muerta 
aquella rosa, por mis manos, con 
todo el júbilo de su nacimiento, entregada, 
íntimamente hubiera ocultado nuestra pena.
El cielo derramaba su más despreocupada poesía 
sobre los tejados y todo era horizonte, 
tú aún no decías eso de mis ojos. 
Con el dolor de las margaritas, 
era de noche 
porque todavía no había sucedido qué olvidar.




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