sábado, 18 de enero de 2014
Tú, que por amor...
tú, que por amor
entregaste tu pecho
a lo efímero
y por desamor
has apagado la luz
del mundo entero.
Yo quiero ser limonero...
yo quiero ser
limonero.
Quiera dios que no me entierre nadie.
Que suenen las campanas antes de la hora
pero que no me entierren. ¡Por favor no quiero!
Yo no quiero que me coman los gusanitos verdes.
A mí quemadme como se quema el último cigarro
que quiero servir de abono
a un puñado de arbolillos frutales.
Yo quiero ser limonero, que no me entierren.
Que me oigan los cielos y que no me entierre nadie.
Que cuando sea un limonero viejo
jueguen y canten los niños a mi vera.
No enterrarme. Ponedme un cartelito que diga:
Aquí yace un corazoncito bueno
antes gris oscuro y ahora exquisito ácido para la
vista.
Yo quiero ser limonero y dar color a tu vida.
Que yo fui un barquito de papel, yo fui
la cocinita de la niña y su monigote de plastilina
y no me dejaron jugar
por miedo al horrible frío que desprendía mi
cuerpo.
¡Que no me entierren! Que caiga la luna
y el agüita del rocío sea solamente mía
enjugando mi alma de poeta abochornado,
y que en las luces más tempranas de cada día
miréis sin remedio cómo me regocijo entre vuestras
sonrisas,
esas sonrisas que un día quisisteis compartir
conmigo
y que yo no supe hacer mías.
No sintáis lástima, que sé qué significó la lástima
en mi vida. Ahora, me retiro, y recordad:
¡Yo quiero ser limonero!
Que media luna naranja...
que media luna
naranja parecía
querer caerse
y que nadie la
sujetaba por miedo
a las heridas.
Afuera de tus ojos...
afuera de tus
ojos, aunque persista,
nadie me mira.
Y caen las aguas
más frescas, que son las de
la pena mayor
por no saberte
cuidar primero, después,
por dejarte ir.
Siberia.
es su voz, ahora recordada,
una cajita de música en mi pecho.
Las caricias blancas
y los aromas bruscos y fríos del invierno.
Una generación nueva de amor en mis oídos.
La gota de rocío que, cuando amanece,
mantiene dulces mis ojitos entreabiertos.
Terriblemente dulce y fría
siempre confundí el lugar y su voz
a lo largo de toda la escala de blancos.
Tenía los pies helados
y se llamaba Siberia.
Mis manos vergonzosas
solicitaban sus ojitos de sal,
que lo decían todo
y en cambio no decían nada,
y que delicadamente, para no hacerme daño,
me insinuaban antes de cada madrugada
que abandonara las letras
para dedicarme entero
al horrible frío de su cuerpo.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)