domingo, 6 de julio de 2014




absorto 
en el recuerdo más atroz, 
imperdonable, paso largo rato 
observándote, creyendo en ti 
como en una hermana 
a la que has visto llorar 
cuando eras el niño más tonto, 
y entiéndase que esto es real
y que no puedo perdonármelo.
Luego me siento 
en cualquier otra noche
y tú tienes los únicos ojos blancos.
Capaz de devolver el orden
cuando más bravos se muestran
mis enemigos mentales, te
miro, y me siento parte
de todos los que salen ilesos.



conforme pienso en tu horario de salida
de ese trabajo que tanto te gusta
pienso que habito el cuerpo
de todas las posibilidades,
en cuántas posiciones tímidas
podrá adoptar esta noche la luna.
Corre una suave brisa de sábado
y lucho por mantener encendido
este fuego que, doblegará la luz, 
se llevará las lágrimas, pero 
jamás nuestros cuerpos, nunca la pasión nueva.
Es tan curioso cómo cuando tú no estás para verlo
es cuando mejor puedo verte, 
aquí no me pones nervioso, creo en la calma
porque la estoy tocando 
y puedo mirarte a los ojos sin cerrar mis ojos.
Mientras me acomodo en el taburete más duro 
pienso en una bandeja de plata tiritona
y en unas copas vacías
del vino que probablemente alguien bebió
mientras te miraba recoger las últimas mesas
antes de marcharte a casa. He pensado
en qué buen amigo soy de la paranoia,
y estoy pensando adónde irá esta servilleta
y un poema en el que no pienso reparar
porque las cosas primeras son
las que se quedan, como nuestro fuego,
que no por fiero ha perdido su inocencia
y que si un día fuera ceniza seguiría fuego, 
acaso polvo de estrella, quizás un niño.
Pienso que sé de dónde parte el miedo, 
y a las alturas pongo de testigo 
de que viene de un fin de semana entero 
sin tocarte. He estado hablando 
con la camarera de la barra de abajo, 
apenas un minuto: -Pobre, estaba 
muy cansada. Mientras la veo alejarse 
ha sonado mi teléfono. Eres tú, ya estás 
en casa, y te duelen los pies
como si fueran los míos.