es su voz, ahora recordada,
una cajita de música en mi pecho.
Las caricias blancas
y los aromas bruscos y fríos del invierno.
Una generación nueva de amor en mis oídos.
La gota de rocío que, cuando amanece,
mantiene dulces mis ojitos entreabiertos.
Terriblemente dulce y fría
siempre confundí el lugar y su voz
a lo largo de toda la escala de blancos.
Tenía los pies helados
y se llamaba Siberia.
Mis manos vergonzosas
solicitaban sus ojitos de sal,
que lo decían todo
y en cambio no decían nada,
y que delicadamente, para no hacerme daño,
me insinuaban antes de cada madrugada
que abandonara las letras
para dedicarme entero
al horrible frío de su cuerpo.
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