el cielo continúa ahí,
la poesía abandonada
a la mano de dios inexistente,
pero el techo no se ha derrumbado.
Las farolas aguantan
encendidas, la alberca del abuelo,
las manos de la madre, sostienen
un puñado de cerezas
y entro en la ciudad, donde sigo
recordando la niñez como un cuchillo
de plata incapaz, por naturaleza,
de comprender tanta fascinación
por las baldosas del pasillo.
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