tenía veinte años, como Roberto Bolaño,
me gustaban las noches de insomnio
porque estaba enamorado; salía a la calle
y encendía un cigarrillo. Lo siguiente
era mirar al cielo, y ahí, a la derecha
de mi casa, en ese oscuro sortilegio
lugar de difuntos y polvos blancos,
estaba la luna.
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